Los niños estaban jugando al fútbol, gritando, jugando, corriendo, viviendo... hasta que rompen un vidrio. El pelotazo fue tan grande que la pelota entra por la ventana del apartamento de un vecino, bastante viejo. Pero éste no reacciona. Lo que despista a los chiquilines es que la televisión sigue marchando, pero no se animan a ir a buscar la pelota. Aunque espían siguen despistados y así pasan los días. Los niños le dicen a sus padres y estos a los vecinos, todos se inquietan y van a tocar el timbre y golpear la puerta del viejo, pero nada, a pesar de que la televisión, que se escucha desde afuera, sigue y sigue. Al fin llaman a la policía, a la amiga de la familia y descubren al hombre muerto. Los expertos son formales: ¡el viejo estaba muerto desde hace un año! ¡un año!.
Sentado en su sillón frente a la televisión, que seguía vivita y coleando. El cadáver estaba ahí desde hace un año, mirando la televisión. Suponemos que gracias a los progresos del capital la jubilación o pensión del viejo llegaba a su banco y con ella el banco pagaba automáticamente el alquiler, la luz, el agua, la televisión...
¡En realidad poco importa que el tipo siga vivo, lo importante es que siga pagando!.
¿No es esa la realidad de todo telespectador? El pasaje de la vida a la muerte se efectúa sin dolor, porque delante de la televisión, todos estamos en zona roja, de paso, abúlicos, pasivos, subsumidos por la imagen que consume nuestra vida. El proletario, cuando se somete al espectáculo, queda hecho trapo, arrugado, sometido, encandilado, sojuzgado, idiotizado,... se deja teledevorar por el Estado. Así el hombre reducido al silencio escucha como el capital monologa.
¿Y qué decir de ese pasajero de colectivo, que estuvo más de 4 horas muerto y que los diferentes pasajeros con los que compartió el colectivo ni siquiera se dieron cuenta. ¡La más impresionante de las ficciones es incapaz de igualar nuestra prosaica realidad! ¿En qué se diferencian y en que se parecen los muertos, de los “vivos”? El proletario sometido al estado de ciudadano, amorfo, apático, es un muerto-vivo.
No hace mucho tiempo, algunos compañeros impresionados por otro hecho similar, que se había producido en Europa, lo habían comentado a gente corriente en Senegal y otros países africanos. Y sencillamente, en África, no creían eso de que alguien había muerto en la total soledad y que los vecinos habían pasado meses en descubrir el cadáver. Les decían que era imposible, que lo habían inventado o que lo habían inventado los diarios, que ¿cómo el vecino no iba a saber?, ¿cómo el almacenero de la esquina podía no haberlo remarcado? ¿y la familia? Sencillamente eso es imposible en África (¡aunque ya no en las grandes ciudades de ese continente!) como es todavía imposible en la mayor parte de Asia, de América, Europa... o en realidad en todas partes si salimos de las grandes urbes. Y también como hubiese sido imposible e inconcebible hace un siglo en cualquier parte del mundo. La comunidad humana castigada y oprimida subsistía parcialmente, a pesar del desarrollo secular del individuo atomizado, producto histórico del mercado y del valor. La soledad no era tan generalizada. Todavía ese hoy omnipresente individuo libre de las últimas fases del atroz progreso capitalista no había conquistado su total autonomía y soledad. El progreso no había todavía creado tanto egoísmo. Todavía predominaba un tejido social mínimo y el reinado total del individuo puro y libre no era totalizador. El arreglate como puedas y el cada cual para sí, tan importante en la estructuración de la dominación y opresión capitalistas, aunque secretados permanentemente por el mercado y la democracia, no eran todavía tan omnipresentes.
Hoy la cuestión no es llorar ante ese, esos, muertos en la más terrible soledad, que a pesar de su diversidad y banalidad, muestran la tragedia de una humanidad derrotada, de una clase social adormecida, aletargada, entumecida. Hoy por el contrario la cuestión es subrayar que esa terrible realidad se rompe en pedazos, cuando y solo cuando el proletariado lucha. Muchos ejemplos recientes (como el de Argentina, Bolivia, Argelia... ) muestran que esa libertad y egoísmo individual son a su vez destruidos y superados cuando la acción directa proletaria da un salto cualitativo y remerge el asociacionismo, cuando el mismo se organiza territorialmente por barrios y por organismos de coordinación por ciudad y/o país.
La publicidad que hace la sociedad burguesa de esas muertes aisladas sirve a nuestros enemigos para afirmar la ideología de la naturaleza eternamente egoísta del Individuo y repetir hasta el cansancio que el hombre es un lobo para el hombre, que siempre fue así y que nada lo podrá cambiar.
Ese individuo, del que tanto se habla y a partir del cual se construye toda la superestructura de la sociedad, es en realidad un producto, relativamente moderno, de la sociedad mercantil, de la propia sociedad burguesa, una proyección aclasista y a-histórica del burgués mismo, que solo busca la maximización de su ganancia (1) y a quien justamente le importa un carajo el individuo excedente. Una vez consumida la fuerza de trabajo del proletario, ese individuo excedente socialmente ya no tiene valor, y es tratado como tal, por toda la sociedad, cómo esos 15.000 viejos proletarios, asesinados por la canícula del verano de 2003 en Francia. Si asesinados, a pesar de las absurdas justificaciones gubernamentales francesas.
Si subrayamos esos incidentes es para reafirmar que lo que se presenta como una comunidad (“¿acaso no es linda la vida? repiten sin cesar radios y televisiones) es la más individualista y egoísta de todas las sociedades que han existido. A pesar de la propaganda sosa, ¡bajo el capital todos estamos solos, la gente no se ve, la gente no se toca, no se habla, no se siente, no se quiere, no se ama!
«De manera general, decir que el hombre se ha vuelto extranjero a su propio ser genérico, es decir que los hombres se han vuelto extranjeros los unos con respecto a los otros y que cada uno de ellos se ha vuelto extranjero a la esencia humana”
Marx, Manuscritos de 1844, capítulo sobre el “trabajo enajenado”.
Pero el capital no logrará aniquilar la contradicción entre sus necesidades de valorización y las necesidades humanas, a pesar de que las mismas sean necesidades enajenadas. Cuanto más tiende a dehumanizarnos, a hacernos vivir y reventar como subhumanos en un anonimato atroz, más se reafirma en contraposición a esa no-vida, la perspectiva de la transformación radical de todas las relaciones sociales y la destrucción del dinero. Son las atroces condiciones de supervivencia que crean, en negativo, las determinaciones denuestra lucha por una sociedad humana.
¡Negación de lo que nos niega!
¡Destrucción de lo que nos destruye!
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